sábado, marzo 04, 2006

Yo, me, mi, conmigo

Sí, han llegado y pasado, sin hacer mucho ruido en mi vida, los carnavales. El único día del año en el que los disfraces no se ocultan. Así que, con mi habitual vagancia, escribiré sobre esto. Pero ¿Por qué centrarme en un día cuando puedo extender mi reflexión a todo el año? Así que ésta es la difícil pregunta: ¿Por qué demonios ocultamos sentimientos o los sesgamos a la hora de transmitirlos? Al fin y al cabo, el fin es el mismo tanto en carnavales como en la rutina diaria: correr un tupido velo que nos abstraiga.

La calidad de las relaciones en esta sociedad son, por lo general, pésimas. Hablo de las relaciones que no son con personas muy cercanas. Parece que la empatía y el compañerismo del que nos hablan nuestros mayores son agua pasada, al menos en la ciudad. Estas aberraciones van desde el sentirse extrañamente solo paseando entre una multitud, hasta las amistades que desembocan en agonizantes vínculos al de 10080 minutos sin contacto.

Señalando, a modo de ejemplo, casos que hasta hace poco parecían cosa única de los USA nos damos cuenta de lo que pretendo expresar. Me refiero a escenas de negación de ayuda de las que he sido participe: momentos en los que hay personas tendidas en el suelo, con evidentes signos de embriaguez, a las que nadie ayuda. Me preocupa que realmente estás escenas puedan estar convirtiéndose en comunes. ¿Acaso no es ésta la clase de disfraz que, basado en la defensa propia supongo, está haciendo de nuestra sociedad una jungla deshumanizada?


A un nivel más cercano, recuerdo mis primeros repentinos encuentros entre gente que caminó por otras vías. Se me hacia extraña la situación, siempre había compartido todo con las mismas personas y en un momento todo dio un vuelco y cambió. Cuando vives aferrado a una realidad y piensas que ésta es la única que existe es inevitable que el destino te de un azote en el culo. Cuando esto ocurre, te adhieres al nuevo contexto intentando que el tiempo haga olvidar tu antigua situación y, de repente, cuando piensas que lo has conseguido, es cuando te la vuelves a cruzar a la vuelta de la esquina. Y muchas veces esto no es lo peor.


En algunos casos al conversar sentía que existía un protocolo estandarizado de relación para ex–compañeros al que no sabía responder. Estos casos son detectables, generalmente se pasa de la sorpresa inicial a la mirada o gestos ausentes. ¡Cuán largos eran mis silencios cargados de palabras que seguían a la típica pregunta de saludo! Un recurrente ¿Qué tal todo? E inevitablemente entrábamos en el circulo vicioso del "yo baladí ¿y tú?" y en del "yo también, yo también", respuestas estas que, por su naturaleza, las forzaba a ser efímeras. ¿Cuál era el error?, ¿Cómo puede ser que dos personas capaces de intimar en un tiempo, no sean capaces de hacerlo siempre?


En ocasiones me apresuraba preguntar yo primero, creyendo que así evitaría pasar por el mal trago en que acababan transformándose las conversaciones. Quizás fuera porque la boca no se atrevía a pronunciar las palabras que el tiempo había desgastado. ¡Maldito tiempo que no es capaz de conservar lo que una vez nos dio! ¡Maldita cotidianidad que nos obliga a sumergir en el pretérito por lo que una vez luchamos! y ¡Maldito azar que actúa con nosotros como le viene en gana moldeándonos a sus anchas!